viernes, agosto 24, 2007

Idolo!

Bueno, en realidad yo no tengo idolos. Mas bien digamos que tengo mucha admiración a algunas personas, obviamente a unas mas que a otras. Admire hasta la saciedad a Ayrton Senna, por quien incluso llore el dia de su muerte. Admiré a mi abuelita materna por su solidez a pesar de llegar a los 101 años, admiré a mi papa por su constancia y su dedicación a las cosas que amaba, admiro a mi mama por -entre otras cosas- saber como "sostener la estanteria" de la familia, admiré a Juan Pablo Montoya (ahora simplemente sigo su carrera), admiro a Juanes por mantenerse auténtico, admiro a muchos blogeros por divertidos, admiro a algunas modelos, actrices y similares por que estan buenisimas, admiro lo que escribe un tipo que se llama Cristian Valencia y lo que escribe Antonio Garcia, de quien hoy me atrevo a poner en mi blog, su columna de la ultima revista Soho, que me pareció bastante divertido y de cierta manera, algo a lo que yo quisiera llegar a escribir:



En busca de Marucha

Por: ANTONIO GARCÍA ÁNGEL

A los nueve años, Harold trabajaba en el supermercado Jotagómez que estaba a la vuelta del bar El Escocés. Hoy es bartender de allá y responde "¿Marucha, huy, esa señora sí que dio guerra. Pero quién sabe, a lo mejor esté muerta. Pregúntele al Tío, él debe saber". El Tío es el mesero más viejo del lugar. "Quién sabe, esa vida acaba mucho: el trasnocho, el vicio, la noche, ¡no crea! Es posible que esté muerta porque huy, de esa época ya le decían muñeca vieja. Pregúntele a un músico que le dicen la Ardilla, él era amigo de ella. Pero eso no pierda el tiempo, seguramente estará muerta". La Ardilla está prácticamente retirado; tuvo una cirrosis que lo dejó dos meses en coma. Su esposa y sus hijos cuidan de él en una casa en el barrio Meléndez donde tienen una carnicería llamada El Rey de Reyes. "Ella me pagaba a mí para llevarle serenatas a la mamá", recuerda. "Yo oí que estaba trabajando de día en un almacén de la Calle Trece, o pregunte en la Sexta con 23 por Claudia o Yolanda, que eran las amigas". Yolanda está retirada. "Es que ni a ella ni a Marucha ya las recogían", explica Claudia, quien dice tener 39 bien llevados". A mí y a Vanessa —de 43— todavía nos recogen. Vanessa dice "todavía estamos enteritas", Claudia se ríe, y cuenta que Marucha ahora debe tener sus sesenta y pico, que salía con un vendedor de lociones a quien le decían El Pajarito, que vivía en el hotel Mi Oficina, en el barrio San Nicolás, pero que ahora está en Pasto viviendo con la hija menor. Que está mal de los ojos, pero que allá la cuida su familia. Me alegré mucho por Marucha, pues está viva y no anda trotando calles como las putas viejas del centro, desdentadas, malolientes, casi al nivel de los mendigos harapientos.

Su recuerdo es como una bruma que ya empezó a disolver el viento. Todavía permanecen las residencias Charisty, el Escocés, y los árboles del Peñón, las bóvedas verdes de follaje que hacían eco a sus tacones, y ahí sigue el parqueadero en la calle 13 del centro, donde a la intemperie atendía a su clientela. Las niñas que hoy ofrecen sus cuerpos en las esquinas ya no saben quién es ella, incluso la confunden con otras maruchas adolescentes.

Hace dos décadas, Marucha era una celebridad caleña. La precedía, más que su fama, su mito. En octavo o noveno, cuando ya bullían las hormonas y nos florecía el acné en los cachetes, cuando las clases de educación sexual nos excitaban y empezaban los coqueteos y los cuadres con las niñas del barrio, empezaba uno a oír de Marucha en los buses del colegio, en los pasillos, o de boca de los hermanos mayores. Una que se hacía detrás del Dann, cerca del Bar Escocés, burdel que existe en esa manzana desde que los nadaístas gateaban, una señora que rozaba o frisaba los cuarenta, que estaba muy buena, cuyas dotes eróticas eran inigualables y además daba descuentos a los que fueran del Berchmans, del Colombo, del Pío XII o del Bolívar y le mostraran el carné.

Una vez fuimos el Negro algo (no me acuerdo del apellido, pero no eran el Negro Otálvaro ni el Negro Chambimbe, porque aquel Negro estaba un año antes) y yo con el hermano del Torcho a que, por fin, conociera mujer. Recogimos a Marucha no recuerdo dónde y la llevamos a un motel de combate llamado Garajes Star. Sólo entró con el hermano del Torcho, pero antes de abandonar el carro nos ofreció sus servicios para después y remató con una frase del tipo "si se anima, también hay para usté", dijo esto en un susurro, pasándome las manos por la cara. Aún recuerdo el tacto de sus dedos, la leve y mecánica caricia que me hizo Marucha desde el asiento trasero. No me animé. Ya había tenido mi primera y única vez con una Martica que trabajaba en la famosa casa de doña Betty —cerca de la Clínica de los Remedios— y había sido suficiente para mí. Pero Marucha me firmó un yeso que yo tenía en la mano izquierda, con una eme inclinada a la derecha. Era una eme llena de arabescos, letra de señora que ya estaba descontinuada en esa época de gotchas por fuera y reebok sin medias, años en que estábamos aprendiendo a bailar salsa, a enamorarnos de las amigas y a salir sin bicicleta.

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